Reproducimos un fragmento del libro «El hombre en busca de sentido», escrito por Victor Frankl. Escritor y Psiquiatra padre de la logoterapia. Prisionero, durante mucho tiempo, en los bestiales campos de concentración, él mismo sintió en su propio ser lo que significaba una existencia desnuda. Sus padres, su hermano, incluso su esposa, murieron en los campos de concentración o fueron enviados a las cámaras de gas, de tal suerte que, salvo una hermana, todos perecieron. ¿Cómo pudo él —que todo lo había perdido, que había visto destruir todo lo que valía la pena, que padeció hambre, frío, brutalidades sin fin, que tantas veces estuvo a punto del exterminio—, cómo pudo aceptar que la vida fuera digna de vivirla ?
Esta obra puede ayudar a responder a preguntas, tan acuciantes tras la muerte de un hijo, sobre el sentido de la existencia y del sufrimiento.
Cuando uno se enfrenta con una situación inevitable, insoslayable, siempre que uno tiene que enfrentarse a un destino que es imposible cambiar, por ejemplo, una enfermedad incurable, un cáncer que no puede operarse, precisamente entonces se le presenta la oportunidad de realizar el valor supremo, de cumplir el sentido más profundo, cual es el del sufrimiento. Porque lo que más importa de todo es la actitud que tomemos hacia el sufrimiento, nuestra actitud al cargar con ese sufrimiento.
Citaré un ejemplo muy claro: en una ocasión, un viejo doctor en medicina general me consultó sobre la fuerte depresión que padecía. No podía sobreponerse a la pérdida de su esposa, que había muerto hacía dos años y a quien él había amado por encima de todas las cosas. ¿De qué forma podía ayudarle? ¿Qué decirle? Pues bien, me abstuve de decirle nada y en vez de ello le espeté la siguiente pregunta: «¿Qué hubiera sucedido, doctor, si usted hubiera muerto primero y su esposa le hubiera sobrevivido?» «¡Oh!», dijo, «¡para ella hubiera sido terrible, habría sufrido muchísimo!» A lo que le repliqué: «Lo ve, doctor, usted le ha ahorrado a ella todo ese sufrimiento; pero ahora tiene que pagar por ello sobreviviendo y llorando su muerte.»
No dijo nada, pero me tomó la mano y, quedamente, abandonó mi despacho. El sufrimiento deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido, como puede serlo el sacrificio.
Claro está que en este caso no hubo terapia en el verdadero sentido de la palabra, puesto que, para empezar, su sufrimiento no era una enfermedad y, además, yo no podía dar vida a su esposa. Pero en aquel preciso momento sí acerté a modificar su actitud hacia ese destino inalterable en cuanto a partir de ese momento al menos podía encontrar un sentido a su sufrimiento.
Uno de los postulados, básicos de la logoterapia estriba en que el interés principal del hombre no es encontrar el placer, o evitar el dolor, sino encontrarle un sentido a la vida, razón por la cual el hombre está dispuesto incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga un sentido.
Ni que decir tiene que el sufrimiento no significará nada a menos que sea absolutamente necesario; por ejemplo, el paciente no tiene por qué soportar, como si llevara una cruz, el cáncer que puede combatirse con una operación; en tal caso sería masoquismo, no heroísmo.
La psicoterapia tradicional ha tendido a restaurar la capacidad del individuo para el trabajo y para gozar de la vida; la logoterapia también persigue dichos objetivos y aún va más allá al hacer que el paciente recupere su capacidad de sufrir, si fuera necesario, y por tanto de encontrar un sentido incluso al sufrimiento. En este contexto, Edith Weisskopf-Joelson, catedrática de psicología de la Universidad de Georgia, en su artículo sobre logoterapia defiende que «nuestra filosofía de la higiene mental al uso insiste en la idea de que la gente tiene que ser feliz, que la infelicidad es síntoma de desajuste. Un sistema tal de valores ha de ser responsable del hecho de que el cúmulo de infelicidad inevitable se vea aumentado por la desdicha de ser desgraciado». En otro ensayo expresa la esperanza de que la logoterapia «pueda contribuir a actuar en contra de ciertas tendencias indeseables en la cultura actual estadounidense, en la que se da al que sufre incurablemente una oportunidad muy pequeña de enorgullecerse de su sufrimiento y de considerarlo enaltecedor y no degradante», de forma que «no sólo se siente desdichado, sino avergonzado además por serlo».
Hay situaciones en las que a uno se le priva de la oportunidad de ejecutar su propio trabajo y de disfrutar de la vida, pero lo que nunca podrá desecharse es la inevitabilidad del sufrimiento. Al aceptar el reto de sufrir valientemente, la vida tiene hasta el último momento un sentido y lo conserva hasta el fin, literalmente hablando. En otras palabras, el sentido de la vida es de tipo incondicional, ya que comprende incluso el sentido del posible sufrimiento.
Traigo ahora a la memoria lo que tal vez constituya la experiencia más honda que pasé en un campo de concentración. Las probabilidades de sobrevivir en uno de estos campos no superaban la proporción de 1 a 28 como puede verificarse por las estadísticas. No parecía posible, cuanto menos probable, que yo pudiera rescatar el manuscrito de mi primer libro, que había escondido en mi chaqueta cuando llegué a Auschwitz. Así pues, tuve que pasar el mal trago y sobreponerme a la pérdida de mi hijo espiritual. Es más, parecía como si nada o nadie fuera a sobrevivirme, ni un hijo físico, ni un hijo espiritual, nada que fuera mío. De modo que tuve que enfrentarme a la pregunta de si en tales circunstancias mi vida no estaba huérfana de cualquier sentido.
Aún no me había dado cuenta de que ya me estaba reservada la respuesta a la pregunta con la que yo mantenía una lucha apasionada, respuesta que muy pronto me sería revelada. Sucedió cuando tuve que abandonar mis ropas y heredé a cambio los harapos de un prisionero que habían enviado a la cámara de gas nada más poner los pies en la estación de Auschwitz. En vez de las muchas páginas de mi manuscrito encontré en un bolsillo de la chaqueta que acababan de entregarme una sola página arrancada de un libro de oraciones en hebreo, que contenía la más importante oración judía, el Shema Yisrael. ¿Cómo interpretar esa «coincidencia» sino como el desafío para vivir mis pensamientos en vez de limitarme a ponerlos en el papel?
Un poco más tarde, según recuerdo, me pareció que no tardaría en morir. En esta situación crítica, sin embargo, mi interés era distinto del de mis camaradas. Su pregunta era: «¿Sobreviviremos a este campo? Pues si no, este sufrimiento no tiene sentido.» La pregunta que yo me planteaba era algo distinta: «¿Tienen todo este sufrimiento, estas muertes en torno mío, algún sentido? Porque si no, definitivamente, la supervivencia no tiene sentido, pues la vida cuyo significado depende de una casualidad —ya se sobreviva o se escape a ella— en último término no merece ser vivida.»
Fuente: https://markeythink.files.wordpress.com/2011/04/el_hombre_en_busca_de_sentido_viktor_frankl.pdf