«Lo siento, no hay latido». Esas palabras que recibimos mi mujer y yo el 24 de enero de 2019 fueron el principio de mucho dolor. Y es que, actualmente, en el caso de un parto de 36 semanas en el que el bebé ha fallecido –aunque sea sin vida sigue siendo un parto– la ley solo reconoce tres días de baja para el padre y niega el permiso de paternidad. En mi caso, el optimismo y la compasión tuvieron que llegar de manos de una doctora de cabecera que entendió que tres días después de haber tenido que tomar decisiones inhumanas yo no estaba apto para seguir con mi vida e ir a trabajar.
Lo que esos tres días que recoge la ley quieren decir es que para la pareja no ha existido un parto, sino la muerte de un familiar de primer grado y, por tanto, no es necesaria una baja superior. Suerte que el empresario que me tenía contratado lo entendió de otra manera y no solo autorizó el pago del 100% de mi baja como si de una enfermedad laboral se tratase, sino que no se apresuró a solicitar mi incorporación.
Con mucho dolor recuerdo cómo fueron aquellos primeros tres días, esos que la Ley sí nos reconoce. Aquella mañana recibí junto con mi mujer la noticia del fallecimiento de nuestro hijo Miguel, pero ahí no se acababa la odisea, sino que comenzaba un proceso del que ya no podías bajarte. Ella, embarazada, se quedó sin pensamiento, y se trasladaba la pobre en volandas de quien a ojos de los demás parecía que era el que estaba al 100% preparado para lo que hubiese que hacer: yo en mi labor de padre.
El tiempo desde la consulta de la ginecóloga hasta el hospital para dar a luz fue infinito, ya que tuve que realizar entre llantos las primeras llamadas a nuestros padres y al trabajo. No tenía palabras porque no existían palabras, pero aun así me veía obligado a hablar cuando lo que quería era escaparme con mi mujer y mi hijo a nuestra casa y pensar que todo esto había sido un mal sueño.
En el hospital, entre lágrimas de rabia y dolor silenciosas, porque no era yo el importante en ese momento, además de acompañar a mi mujer y prepararme para conocer a mi hijo, venía la toma de decisiones que te van llegando y sucediéndose de tal manera que acabas entrando en una cadena de monosílabos. Un ‘sí o ‘no’ sin pararte mucho a razonar la respuesta, ya que la hora del parto se aproximaba. «¿Qué van a hacer con el cuerpo?», «¿han avisado a la funeraria?», «¿van a querer ver al bebé?», «¿precisarán ayuda psicológica por el hospital?». Solo sé que estas son algunas de las preguntas que tuve que responder, mientras en medio estaba mi mujer, su dolor, nuestro bebé, yo.
Recuerdo que, hacia la noche, antes de que mi pareja diera a luz a nuestro bebé, el médico me recordó sin paños calientes que, debido a la subida de tensión de mi mujer, ya en el paritorio, había muchas probabilidades de perderla a ella también. Un mazazo más antes de conocer a mi hijo y estar en el parto, donde estuve animando a mi mujer a que empujase y pariese al menos en paz, mientras la cabecita de nuestro bebé iba saliendo en silencio al mundo que ya estaba preparando al mismo tiempo su despedida.
Al día siguiente, el día 2, el bebé no estaba dentro del cuerpo de Luisa, pero sí todos los efectos de un parto: dolor, cansancio, pena y ausencia en un cóctel mortal. En el tercer día, más de lo mismo o incluso peor, ya que poco a poco íbamos recuperando la consciencia de lo que nos había pasado, unido a las primeras visitas que, lejos de venir con ganas de molestar, no hacían más que llenar esos minutos del día donde no sabías qué hacer. Como padre no estás preparado para algo así.
Y de hecho, como padre, no estaba preparado tampoco para todo lo que pasó tras el tercer día. A partir de ese momento, además del dolor se unía el miedo a llegar a la consulta del médico de cabecera y que no creyese que tu angustia era real y que necesitabas una baja, o, incluso, que no lo creyese la empresa y te obligase a incorporarte cuando tú todavía estabas en el hospital esperando a que tu mujer se recuperase físicamente, ya que psicológicamente poco había que hacer, más que acostumbrarse a vivir nuestro nuevo día a día de dolor y ausencia.
No me atrevo a pensar qué hubiera pasado si a partir de ese tercer día Luisa hubiese tenido que pasar por este proceso sola, sin mi compañía. Pero es que además yo también estaba sufriendo la pérdida de mi bebé. En ese momento lo importante era cuidar de la familia viva y recordar al bebé que no estaba. Mi cuerpo y mi mente tendrían que cicatrizar ese dolor en momentos donde no estuviese con mi mujer, y además rápido, ya que el tercer día se había acabado.
Como padre, luchar por reivindicar el día de la muerte perinatal es fundamental. Por la memoria de mi hijo, pero sobre todo por todas aquellas parejas que no han tenido la suerte que he tenido yo de dar con una médica de cabecera comprensiva y con un empresario bondadoso que han entendido lo que la Ley no entiende: el infinito dolor de un padre que acaba de tener un bebé estrella, y que ese mismo día le ha tenido que acompañar a la eternidad, que nunca al olvido.
Por todos los hijos, especialmente por mi hijo Miguel –36 semanas– al que nunca olvidaré.
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